—¿Hay
algo comestible? —preguntó, al tiempo que iluminaba la papelera donde Anne
rebuscaba como un ávido carroñero.
No
pudo evitar que sus labios se curvaran con una pálida sonrisa, al verla moverse
de forma furtiva por la sucursal de un banco que apenas unas semanas antes, se
vanagloriaba de ser uno de los más influyentes del país; y que ahora nada
representaba. El dinero no se come,
le espetó su rugiente estómago.
Había
sido una suerte encontrarse con aquella chica. Durante muchos días, había
llegado a pensar que era el único superviviente de un Apocalipsis, cuyo
verdadero alcance y magnitud desconocían por completo. No había electricidad, y
los medios de comunicación habían desaparecido, devorados por lo que a todas
luces parecía una especie de pulso magnético surgido de no se sabía dónde; y
por supuesto, Internet era un vago recuerdo de lo que hasta hacía unos días era
una civilización desarrollada.
Solo
llevaba un par de meses en Bilbao cuando todo sucedió. Había llegado de Burgos
con la intención de estudiar Derecho en la prestigiosa Universidad de Deusto.
Se alojaba en el Casco Viejo, en un espacioso y renovado piso compartido con
otros tres estudiantes de muy diversa procedencia: Carlos era vallisoletano,
Esteban malagueño y Casper, el más veterano, inglés. Formaban un buen cuarteto.
No habían tardado mucho en congeniar. Casualidades de la vida: todos ellos eran
aficionados a los juegos de rol, así que las veladas en casa resultaban de lo
más entretenidas.
En
un principio, cuando la nube negra se instaló sobre Bilbao, nadie le dio la
mayor importancia. Formaba parte del paisaje habitual de la ciudad. Pero lo que
no resultaba tan normal era que lo mismo estuviera sucediendo en el resto del
planeta. Los telediarios no se cansaban de elucubrar sobre tan peculiar
fenómeno; y mientras, los científicos más prestigiosos, se mostraban incapaces
de dar una explicación convincente sobre el origen de las perturbadoras nubes
negras que habían comenzado a aparecer sobre Siberia. Salían como denso y
oscuro vapor de los profundos y misteriosos agujeros que allí se habían ido
formando en los últimos tiempos. Enormes e impenetrables formaciones gaseosas
que la circulación atmosférica se encargaba después de distribuir por buena
parte del globo.
Se
trataba de un fenómeno peculiar y algo molesto, pero no grave. La gente
simplemente se cansaba de no ver el sol durante días. Sin embargo, pronto las
comunicaciones comenzaron a fallar. Los móviles apenas funcionaban y la señal
de televisión se fue haciendo tan débil que resultaba imposible seguir el ritmo
de los acontecimientos. Y entonces, un buen día, un trueno que reventó los
cristales de la ciudad y que parecía el anunciador del fin del mundo, dio paso
a la lluvia. Una lluvia oscura, espesa, abrasiva, letal.
El
cambio no era instantáneo, pero bastaban unas horas para que el aceitoso fluido
caído del cielo, penetrara en el organismo a través de la piel y trasformara a
los humanos en seres rabiosos sedientos de sangre; aterradores zombis, como
esos que poblaban las películas y series
a las que tan aficionados eran sus amigos y él.
—¡No!
No hay nada —respondió Anne con un profundo suspiro que sonaba a derrota—. Solo
montones de vasos de café vacíos. Está visto que los empleados de este sitio
necesitaban mucha cafeína para soportar su apestoso trabajo.
Rodrigo
miró a su alrededor. No había ni rastro de dichos empleados. Sillas volcadas,
bolsos olvidados, chaquetas pisoteadas, polvo y suciedad… Al igual que el resto
de la población, habrían huido despavoridos hacia sus hogares cuando el mundo
comenzó a colapsar a su alrededor.
—Yo
mataría por un café bien cargado en estos momentos —dijo pasándose la lengua
por unos labios que sintió demasiado resecos y agrietados—. Mi madre lo
preparaba delicioso, muy azucarado…
Su
voz se fue apagando. El alma le dolía solo de pensar en los suyos. ¿Qué habría
sido de ellos? ¿Estaría el resto del país en iguales condiciones que aquella
maldita ciudad? Solo espero que no, y que
envíen pronto a alguien que nos saque de aquí, se dijo con un
estremecimiento. En realidad sabía que eso no sucedería. La ayuda debería haber
llegado hacía tiempo. Miró de soslayo hacia Anne con cierto remordimiento. Su
familia había perecido devorada por sus propios vecinos.
—Lo
siento, no quería…
—No
te preocupes. Es normal seguir teniendo esperanza. Tal vez puedas llegar a
verlos. Solo necesitamos encontrar un trasporte que nos lleve a Burgos.
—Pues
como no vayamos en bicicleta…
—¿Y
por qué no?
—¿Por
la lluvia? —respondió con acidez. Se
arrepintió al instante. Anne no tenía la culpa de su desesperación. Es más, si
no llega a ser por ella, habría sido devorado hacía tiempo; o habría muerto de
hambre, soledad y miedo en el piso en el que se había atrincherado y del que le
aterraba salir. Aunque pensándolo bien, tal vez hubiera sido mejor morir con
sus compañeros. ¿Qué futuro les esperaba en este oscuro mundo surgido del
horror?
—Estamos
en Moyua. Había un sitio… —murmuraba Anne acercándose a la puerta del
cristal para escrutar la calle.
—¿De
qué hablas? —preguntó sin comprender qué importancia tenía encontrarse en una
de las principales plazas de Bilbao.
—De
tu café. Un sitio llamado CofeeBill. ¿No has oído hablar de él?
Negó
con desgana. No llevaba tanto tiempo en la ciudad como para conocer todos sus
establecimientos.
—Le
pusieron el nombre por lo de rápido. Como Búfalo Bill, ya sabes… —dijo
encogiéndose de hombros—. Era de unos conocidos. Les gustaban los westerns.
Rodrigo
apagó la linterna y se situó junto a ella. Solo la luna iluminaba la plaza
ocupada por los hambrientos seres surgidos de la lluvia.
—¿Crees
que llegaríamos?
—Calculo
unos doscientos metros hasta allí. A la vuelta de aquella esquina. ¿La ves? Guardaban
los botes de café bajo el mostrador. Una impresionante muestra de granos de
todo el mundo. Alguno quedará.
—Pero
son demasiados… —decía paseando su nerviosa mirada de un lado a otro de la
acera próxima—. Sería estúpido morir
por…
—¡Yo
invito!
Se
giró. Anne había empujado la puerta y ya corría oculta en las sombras. Ella era
así, excitante como el café, optimista y arrogante, de Bilbao.
No pudo menos que esgrimir una nerviosa sonrisa ante semejante tópico hecho
realidad.
—¡Y
allá vamos! —dijo con un estremecimiento de pura ansiedad. Ni la más delirante
partida de rol había tenido nunca un escenario tan desquiciado como aquella
cruel realidad en la que trataban de sobrevivir—. Si tengo que morir, que sea
al menos deleitándome con un café bien cargado.
Se cubrió con la capucha y salió tras su compañera hacia lo que prometía ser… el paraíso de los muy cafeteros.