Creo que no es ningún secreto para nadie el hecho de que me gusta la Navidad. La familia, las luces y adornos, las reuniones con amig@s, los buenos deseos, los regalos… sobre todo los regalos… jajajaja… Mucha gente la odia, y puede que tengan razón al hacerlo; después de todo, no es más que una ficción, una ilusión, alta fantasía para la que no todo el mundo esté verdaderamente preparado. Yo, al igual que Obelix, debí caer de pequeñita en alguna marmita mágica, ya que desde entonces, no he podido resistirme al embrujo de esa ilusión que se espera durante todo un año. Hasta tal punto es así, que casi me resulta inevitable reflejarla de algún modo en mis historias.
En “Aurrimar. La leyenda del Dios Errante”
aparece bajo la forma de una festividad denominada Amacram. Una mezcla que contiene
la solemnidad de la Semana Santa, la bulliciosa algarabía callejera de San
Fermín y la mágica ilusión propia de la Navidad.
Es la ciudad de Nublia, el lugar idóneo para
disfrutar estas fiestas. El punto más al oeste del Continente, el escenario
perfecto para contemplar el baile de los astros sobre un horizonte infinito más
allá del mar. Un fenómeno astronómico que se produce cada diez años y que el
clero de la Orden de la Verdad siempre ha pretendido revestir de tintes trágicos,
funestos y amenazantes: una muestra indiscutible del poder de los dioses que, a
su antojo, pueden incluso apagar la fuerza del sol. Sin
embargo, tuvieron que rendirse ante la sabiduría popular: ¡Si este va a ser el día del fin del mundo, disfrutemos de él,
celebrémoslo con alegría! Se adaptaron los ritos para dotarlos de tintes
menos dramáticos, menos lúgubres. Desde