Tiempos Oscuros
Mi nombre es Sofía y mi mundo (1. El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder), era un mundo feliz (2. Un mundo Feliz, de Aldous Huxley).
Dormir, soñar… (3.
Dormir y soñar, de D. E. Zimmer), así pasábamos los días en esta plácida existencia.
Nuestra historia (4. Historia, de Josep Fontana) transcurría sin
sobresaltos; hasta un gato podría haberla contado (5. Akenatón. La historia
de la humanidad contada por un gato, de Gérard Vincent). Parecía una Utopía
(6. Utopía, de Tomás Moro), pero en realidad, no era más que un
espejismo (7. Espejismo, de Louise Cooper).
El colapso (8.
Colapso, de Jared Diamond) de nuestra civilización fue la crónica de una
muerte anunciada (9. Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García
Márquez). No supimos o no quisimos ver las señales (10. Código de
circulación). Los Gnomos fueron los primeros en marcharse (11. El éxodo
de los gnomos, de Terry Pratchett). Más tarde, los enanos declararon la
guerra (12. La guerra de los enanos, de Margaret Weis) a los gigantescos
gusanos salidos de la tierra (13. Gusanos de la tierra, de Robert E. Howard).
Los animales se rebelaron en las granjas (14. Rebelión en la granja, de
George Orwell) y hasta los dragones regresaron (15. El retorno de los
dragones, de Margaret Weis y Tracy Hickman) a las tierras del ya olvidado
rey Gudú (16. Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute).
Los Guardianes de la
Noche (17. Guardianes de la Noche, de Sergei Lukyanenko) nos lo
advirtieron. Pero nosotros (18. Nosotros, de Yevgueni Zamiatin), en
nuestra soberbia, nos reíamos y decíamos restándole importancia: son solo cosas
de goblins (19. Cosas de Goblins, de J.J. Poderoso).
Y llegó el año 1984 (20.
1984, de George Orwell) tras la caída de La Casa Capitular (21. Casa
capitular, de Frank Herbert). Fue el año de nuestro bautismo de fuego (22.
Bautismo de fuego, de Andrzej Sapkowski).
Todo comenzó en el
Valle del Dragón (23. El Valle de los Dragones, de Scarlett Thomas). Una
plaga desconocida convertía a los hombres en golems (24. El Golem, de Gustav
Meyrink) sin voluntad,
mientras seres de pesadilla surgían del corazón de las tinieblas (25. El
corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad). Sus legiones malditas (26.
Las legiones malditas, de Santiago Posteguillo) nos acosaron con una violencia
inusitada, como la que tal vez solo los primeros humanos habían conocido (27.
Los primeros humanos, de Mª Ángeles Querol).
Eran tiempos de odio (28.
Tiempo de odio, de Andrzej Sapkowski). El universo se había desbocado (29.
El universo desbocado, de Paul Davies); habíamos perdido el paraíso (30.
El paraíso perdido, de John Milton) en aras de una guerra interminable (31.
La guerra interminable, de Joe Haldeman). Acudimos entonces buscando ayuda
a la Pagoda de Cristal (32. La pagoda de cristal, de Capitán Gilson), el
templo de nuestro adorado Dios Errante (33. Aurrimar. La leyenda del Dios Errante,
de Yolanda Martín López). Su espejo turbulento (34. El espejo
turbulento, de John Briggs y David Peat) nos mostró nuestro destino: no
ganaríamos este juego de guerra (35. Juegos de guerra, de David Bischoff)
sin la ayuda de un héroe.
Santiago era un mito
lejano (36. Santiago, un mito del lejano futuro, de Mike Resnick), un
poderoso guerrero; una leyenda de la Tierra Media (37. El Señor de los
Anillos, J.R.R Tolkien) situada más allá de las Montañas de la Locura (38.
En las Montañas de la Locura. Electric Boogaloo, de Cels Piñol). En
compañía de la hechicera Rebecca (39. Rebecca, de Daphne Du Maurier) y
los hijos del Capitán Grant (40. Los hijos del capitán Grant, de Julio Verne),
salimos a la carretera (41. La carretera, de Cormac McCarthy) para
emprender un viaje prodigioso (42. El viaje prodigioso, de Manuel Leguineche
y Mª Antonia Velasco).
Subidos al Gallo de
Hierro (43. El Gallo de Hierro, de Paul Theroux) atravesamos las peligrosas
Tierras Baldías (44. Las Tierras Baldías. La Torre Oscura III, de Stephen
King). Encontramos restos de población (45. Restos de población, de
Elizabeth Moon) por el camino: guerreros, campesinos (46. Guerreros y
campesinos, de Georges Duby), y hasta un cazador de piratas (47. El
cazador de piratas, de Richard Zacks). Pero ninguno de ellos pudo
ayudarnos.
Seguimos adelante por
el país del agua (48. El país del agua, Graham Swift); siempre hacia el
oeste (49. West, de Rossi, Dorison y Nury), hasta cruzar el Río de La
Luz (50. El río de La Luz, de Javier Reverte). Más allá, se extendían los
infinitos mares de dunas (51. Desiertos de África, de Michael Martin) y
el final del camino que nos conducía a Santiago (52. Guía práctica del
Camino de Santiago, de Millán Bravo Lozano). La reina del desierto (53.
La reina del desierto, de Janet Wallach) nos informó que el héroe había muerto,
pero nos ofreció los servicios de un tal Zalacaín, apodado el aventurero (54.
Zalacaín el aventurero, de Pío Baroja). El tal Zalacaín se nos presentó
como una amistad bastante peligrosa (55. Las amistades peligrosas, de Pierre
Choderlos de Laclos), pero nos condujo con éxito a través del nido de
ghants (56. A través del nido de ghants, de Tad Williams). ¡Eso sí! Para
abandonarnos después ante las mismísimas puertas de la Ciudadela del Miedo (57.
La ciudadela del miedo, de Francis Stevens).
Y allí, en la
Ciudadela, entre sus oscuras y cavernosas paredes, Rebecca lanzó su grito a la
noche (58. Un grito en la noche, de Mary Higgins Clark): “Opus Nigrum” (59.
Opus Nigrum, de Marguerite Yourcenar), un poderoso conjuro del Libro de los
Portales (60. El libro de los Portales, de Laura gallego) que allí se
custodiaba. Por primera vez escuchamos la escalofriante voz de los muertos (61.
La voz de los muertos, de Orson Scott Card), cuyos cantos a Hyperion abrieron
para nosotros las misteriosas Tumbas del Tiempo (62. Los Cantos de Hyperion,
de Dan Simmons). El terror (63. El Terror, de Dan Simmons) más
absoluto se apoderó de nosotros entonces al contemplar en toda su magnificencia
a la primigenia deidad de nombre impronunciable (64. Los mitos de Cthuluh,
de H.P. Lovecraft y otros) que había arrojado semejantes horrores sobre el
mundo de Dunwich (65. El horror de Dunwich, de H.P. Lovecraft). De nada
nos sirvieron ante él ni la espada, ni la rosa (66. La espada y la rosa, de
Antonio Martínez Menchen), ni el ponche de los deseos (67. El ponche de
los deseos, de Michael Ende), ni las lámparas maravillosas (68. Las mil
y una noches).
Mis compañeros fueron
cayeron uno tras otro. Fue entonces cuando en mi desesperación, accioné el
telar mágico (69. El telar mágico, de Robert Jastrow) que un sabio
Dracón (70. El Dracón y el lobo de fuego, de Yolanda Martín López) me
había confiado. Me transformé en araña (71. El beso de la mujer araña, de
Manuel Puig); y mi beso perfumado (72. El Perfume, de Patrick Süskind)
consiguió sumir a la terrible bestia en un sueño eterno… (73. El sueño
eterno, de Raymond Chandler) hasta el fin de la eternidad (74. El fin de
la Eternidad, de Isaac Asimov).
Así concluyó nuestra
odisea (75. La Odisea, de Homero). Mis valerosos amigos habían partido ya
hacia la casa de los espíritus (76. La casa de los espíritus, de Isabel
allende). Yo regresé sola al reino dónde suben y bajan las mareas (77. Cuentos
de un soñador, de Lord Dunsany). Pasan los años y pronto partiré para
descubrir el cielo (78. El descubrimiento del cielo, de Harry Mulisch).
Pero en el fondo sé que viviré por siempre en la memoria de algún hombre (79.
Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar). Porque yo… ya SOY LEYENDA (80.
Soy leyenda, de Richard Matheson).
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