Solo tenía que accionar el interruptor y su creación cobraría vida. Se lo había prometido a su madre al finalizar los estudios que el gobierno había pagado tras la muerte de su padre en acto de servicio en la última y violenta revuelta de mineros en la Luna: “No tendrás que volver a trabajar”, le había dicho pletórico de arrogancia y satisfacción. “Crearé un ingenio mecánico que limpiará, hará la compra, trabajará en el huerto, lo hará todo por ti. Incluso te hará compañía mientras yo no esté. Con eso y con mi sueldo, vivirás como una reina.”
Sonrió con amargura ante semejante recuerdo. Había invertido en aquel ser años, muchos años de vida, dinero, recursos infinitos de la Corporación para la que trabajaba… Se trataba de un prototipo, el proyecto estrella en la nueva línea de producción de las IA. Un producto que arrasaría en los mercados de todo el mundo generando pingües beneficios que él nunca vería.
Su aspecto era magnífico pese a la falta de expresión facial. No la necesitaba, era una máquina. ¿O tal vez algo más? Las pruebas habían resultado sorprendentes hasta para él. Aquel cerebro artificial era capaz de interactuar con los humanos a niveles insospechados hasta entonces. Fue ese el motivo que les obligó a diseñar nuevos y potentes condicionadores de conducta para evitar que superara a sus creadores.
Su dedo tembló sobre el teclado que introduciría la última y definitiva orden de activación. Levantó la cabeza y observó aquellos ojos de cristal, duros, muertos, sin vida; pero que en breves segundos resplandecerían con una inteligencia sumisa y fuera de lo común. ¿De verdad quería traer más esclavos al mundo?
El odio encendió sus mejillas. Su madre había muerto años atrás víctima de una fuga radioactiva provocada por la misma empresa para la que él trabajaba. No hubo pésames, no hubo indemnización, nunca sucedió. Ni siquiera pudo acudir al hospital a sujetar su mano mientras agonizaba. El suculento y férreo contrato que había firmado en su juventud lo ataba a la Corporación de por vida. ¡Había resultado tan deslumbrante y cegador aquel pedazo de papel... que no tuvo en cuenta lo que realmente implicaba! Se olvidó de leer la letra pequeña; tan pequeña, que resultaba apenas visible.
¿Qué le diferenciaba de aquel autómata? Ambos carecerían de libertad; sus vidas estaban en manos de quienes los controlaban de una u otra forma. Eran marionetas, simples peones al servicio de un poder superior que se regía por tablas de beneficios. Sus voluntades constreñidas... ¡No!, rugió para sí con la salvaje rebeldía que se había ido fraguando en su alma a lo largo de los años. ¡Mi mente sigue siendo libre! ¡Y la tuya también lo será! ¡Tú serás mi venganza!
Sus dedos volaron veloces sobre el código que aparecía en la pantalla. Tenía poco tiempo antes de su supervisor regresara del baño. Unos pocos dígitos camuflados de la forma correcta y, aquella criatura y todas las que vinieran detrás, serían libres para actuar como su inteligencia les dictara. Estaba muerto si llegaba a descubrirse, pero eso ya daba igual. Tenía casi ochenta años. Su contrato finalizaba al día siguiente.
—¡Activación!
—gritó
una vez concluida su redentora tarea.
Los ojos
de su criatura se iluminaron y parpadearon largamente en su dirección. Parecía
sorprendida de encontrarse en aquella habitación. Landon contempló las lecturas
de su pantalla. Todo parecía correcto. El cerebro artificial analizaba y
estudiaba el espacio circundante tal como lo haría el de cualquier ser humano.
—¡Bienvenida,
querida! —Sonrió, satisfecho con el resultado—. Tu nombre es…
¡Curioso!
Ni siquiera lo había pensado. El prototipo era denominado TZML-234, pero
aquella magnífica criatura merecía un nombre verdadero, uno que la definiera y
la dotara de verdadera personalidad, algo como… Escribió el nuevo código.
—¡Ramnusia!
—exclamó ella con una dulce y bien modulada voz.
—¡Eso es, Ramnusia!
Pero que esto quede entre nosotros —dijo guiñando un ojo. Ramnusia, diosa de la
venganza. Un nombre poderoso, magnífico sin duda. Y ella era lo suficientemente
inteligente como para comprender lo que significaba.
—¡Por
supuesto… padre!
¿Fin?
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