El lacerante dolor consumía su mente, pero no podía dejar de reír. Una risa histérica, nerviosa, de puro terror. La imagen que le devolvía el espejo resultaba demasiado esperpéntica como para no hacerlo. Una imagen escalofriante, pero fascinante en su propia monstruosidad.
No podía negarlo: habían sido divertidos aquellos viajes con sus amigos. Pequeñas escapadas en el tiempo, hacia adelante y hacia atrás de sus años compartidos. Ese era el límite: tu propia existencia.
Era lo más cool entre las clases acomodadas. El gran entretenimiento del momento. Pero nadie se había molestado en avisarle de la letra pequeña que se escondía en el archivo adjunto del contrato. Bueno, en realidad, la agencia sí que lo había hecho. Le había proporcionado la clave para abrirlo, pero él no creyó necesario leerlo. Ninguno de sus amigos lo había hecho; ni nadie que él conociera. ¿Para qué si todo el mundo viajaba sin contratiempos?
¡También es mala suerte!, se carcajeaba al ver cómo la piel de su rostro recuperaba la tersura de la niñez en un abrir y cerrar de ojos.
Un caso entre diez millones, decía el maldito informe médico que brillaba en la pantalla de su ordenador. Se desconocía la causa que desencadenaba semejante fenómeno. Por lo que parecía, en algunos individuos (demasiado pocos como para tenerlos en cuenta y arruinar así el negocio), las células, al regresar del salto, no se sincronizaban correctamente con el tiempo del que habían partido. Recordaban dónde habían estado, el viaje que habían realizado.
Su brazo izquierdo era ya un muñón, y su mano derecha comenzaba a convertirse en polvo, que caía en silencio, como la arena de un reloj, formando un montoncito picudo a sus pies. Notaba su pecho arder. El esternón se contraía a demasiada velocidad. En pocos segundos ya no podría albergar los órganos de un hombre adulto. Le quedaba poco tiempo.
Entre lágrimas, trató de sonreír al bebé desdentado que le miraba con ojos viejos y sabios desde el otro lado del espejo. Sus rodillas cedieron con un cruel chasquido, convertidas en un amasijo de huesos desunidos. Le faltaba el aire. El dolor fue agudo pero breve. Su corazón por fin había estallado, comprimido por sus infantiles costillas.
En el suelo, un amasijo de incongruentes restos humanos que el ADN demostraría que pertenecían a un mismo individuo. Una vida desmembrada; una vida que no había llegado a ser vivida realmente. Una vida convertida en juego, en broma pesada, en… memoria celular.
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